Y los días van pasando. Pasan y aún no logro controlar ese vacío que me quiere tragar entera, la tristeza que me consume, que saca todo de mí, la enfermedad maldita que me controla, me lleva, me trae, la que me hace pensar que no soy nada sin ella. Mi única amiga, la única a la que me refugio y la única que puede ver tras las lágrimas y las apariencias de que estoy bien cuando no tengo ganas de levantarme.
Días en los que amanezco con ganas de salir y de contarle al mundo mil y una historias, de enamorarme y de salir por un helado, que terminan siendo abatidos por una capa oscura y enorme de contradicciones negativas que me empujan al abismo del que salgo con mis uñas.
Quisiera poder cerrar mis ojos y que mi estúpido esqueleto se quedara acá en tierra, y que yo pudiera irme lejos, a un lugar donde pudiera sentir algo, algo más que tristeza, que vacío disfrazado en sonrisas y en una ilusión pobre de autoestima que pende de un hilo con cada mirada, comentario, estímulo directo o externo en la calle, en mi mente, en las sonrisas de esos transeúntes que logran lo que no he podido en años. Que la naturaleza lentamente enmendara el error que cometió al haber parido a un cuerpo tan patético, inseguro, inservible, anti-estético y vulgar como lo es el mío, y que cada una de las personas  fueran olvidando cada uno de los centímetros del mismo, hasta que haya desaparecido completamente de las mentes de aquellos y aquellas que creen quererme o preocuparse por mi bienestar.